miércoles, 20 de junio de 2012

Las residencias: la institución opresora


    Marisa P. Colina, en la presentación del libro en Barcelona





 Las residencias: la institución opresora







El libro Cojos y Precarias haciendo vidas que importan. Cuaderno sobre una alianza imprescindible (Traficantes de sueños, Madrid, 2011), confeccionado por la Agencia de Asuntos Precarios, tiene muchos hilos de interés, que se tejen y entretejen hasta formar un todo único y fascinante.
Por supuesto, también hablan de las residencias. Quienes han vivido un tiempo en ellas, son implacables: la residencia es la mortificación del yo de las y los residentes, y, por lo tanto, si se quiere una vida mejor para las personas con diversidad funcional, habría que pensar en algo nuevo (pisos adaptados, comunidades de vida independiente, etcétera).
            Lo que sigue son fragmentos. No es todo lo que hay en el libro sobre residencias, pero da una buena idea de los temas que contiene.—MS.


La infraestructura de la residencia podría incluso considerarse de lujo en un país pobre: habitaciones individuales, amplios pasillos, limpieza. Pero igual deprime. Es el formato lo que oprime. La diferenciación tan fuerte entre quien tiene ruedas por piernas y piernas con uniforme.
Hemos visitado algunos centros en los que no se permitía las visitas en tu habitación, solamente en la sala común. Tampoco se permitía tener un ordenador en la habitación por si molestaba a tu compañero. Por supuesto, nadie pone pegas a tener encendida la televisión todo el día.
            Los Servicios Sociales y la mentalidad de la sociedad nos llevan, irrevocablemente, a la idea de que si no te atiende tu familia, te destierran al único lugar donde estorbas menos: la residencia, que puede funcionar como institución opresora.
Las normas y su forma de organización están basadas en este modelo de «aparcamiento» de personas, sin otro futuro ni objetivo que el de sobrevivir. En estas condiciones, es prácticamente imposible llevar a cabo una vida activa (relaciones sociales, estudios, trabajo, ocio...) dentro de una residencia. Lograrlo puede depender de apoyos externos, por ejemplo, contando con personas contratadas o de un menor nivel de dependencia.
Hay un menoscabo importante en la dignidad personal, en la autoestima. Ya no tienes proyectos de vida. En realidad, tu único proyecto se resume en la idea de sobrevivir y de «entretenerte en tus horas libres», que suelen ser la mayoría. Todos los días son iguales, con los mismos horarios, las mismas situaciones, las mismas personas... Una vida gris. Cuando llegas, tienes la sensación de que es tu última etapa. Sólo queda esperar... el tiempo que te quede. Así funciona la  institución, y en esta idea se basa el funcionamiento de las residencias. Eso sí, las normas, que son muy rígidas, están muy claras. Pero son diferentes a las que hay fuera de allí, en la vida real, de lo aprendido en otros entornos. Lo que importa es lo que importa: cuantificar el número de personas «atendidas», comidas preparadas, espacios limpios... No importa si esas personas están mal atendidas, mal aseadas y, sobre todo, si tienen su nivel de autoestima por los suelos, si no pueden decidir sobre sus propias vidas, sus horarios, sus intereses, su vida social. Si no pueden, en definitiva, desarrollar sus capacidades, sus intereses y el derecho a la parcela de felicidad que todo el mundo merece. Eso no cuenta en los papeles, no se puede cuantificar.

            Los cuidadores fueron objeto de rabia y saña. Todos se quejaron de su poca atención, de su lógica del escaqueo como funcionarios, de sus excusas, de su poco tiempo con ellos… Todo un tema a evaluar y discutir. Los únicos cuidadores con los que empalizaban eran sus familias y los alabados objetores de conciencia.

            Pero los sentimientos son más valientes y surgen. Suelen estar asociados a la impotencia, el abandono, la mezquindad, la vulnerabilidad, la despersonalización, la invasión de tu intimidad y tu privacidad... En cuanto a la intimidad, no existe. Ni de palabra ni de acción. Cuántas veces hemos oído por los pasillos contar anécdotas relacionadas con la intimidad de nuestros compañeros, entre risas y sin ningún pudor. Por supuesto no existe el derecho a cerrar la puerta del baño, por ejemplo, para que no pueda entrar nadie que no esté realizando las tareas de apoyo a nuestro aseo. Recuerdo la imagen de una persona con diversidad intelectual, una mujer, desnuda en el pasillo, colgada de una grúa, esperando su turno para vestirse. Sin comentarios. En estas situaciones sólo queda una forma para intentar seguir sintiéndose persona: disociar la mente de tu cuerpo. Lo que pasa con él no tiene que ver contigo, tú eres otra cosa. No te pueden considerar a ti como consideran a tu cuerpo. Un conflicto interno que te va minando. Tienes que adaptarte para sobrevivir, tienes que aceptar sus normas, tienes que creer que de alguna manera son buenos contigo, pero también sabes que te mereces una vida mejor, una vida digna, una vida rica, una vida de ser humano completo. Y surgen los miedos. A personas y situaciones. Los miedos ante determinadas formas de maltrato, sutiles o no, físico o psíquico. Se produce impotencia ante ellos: «¿Cómo puedo enfrentarme a esto?».
Todo esto, por supuesto, no es gratis. Se cobra un precio muy elevado en tu autoestima. Vales lo que los demás piensan que vales. Poco. Y si no vales, ¿cómo quieres tener relaciones sociales? «No... yo no valgo para eso. Me entretengo con la televisión».

Agencia de Asuntos Precarios

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