martes, 26 de junio de 2012


La residencia:
algo que es mejor olvidar



(Fragmento del testimonio de la autora en el cuaderno
Cojos y precarias, haciendo vidas que importan)

Ante la imposibilidad económica de acceder a otras alternativas, advertí que la única vía para tener alojamiento y asistencia cubierta era la residencia. Entonces, voluntariamente», solicité una plaza residencial. Tenía un sentimiento contradictorio porque, por una parte, era una liberación, al no tener que seguir en casa pero, por otra, suponía mi internamiento voluntario sin retorno, puesto que la residencia muchas veces se convierte en la parada fi nal del trayecto. En realidad, todas las personas o la mayoría de las que están o hemos estado allí optamos por esa vía como la última, cuando ya no tienes más opciones. Tenemos claro que cuando entramos allí es porque no hay más posibilidades. Y eso lo sabemos nosotros y también lo saben aquéllos que gestionan y dirigen los centros residenciales. Esto explicaría muchas de las dinámicas, comportamientos y normas que se establecen dentro de esas instituciones.
            Me gustaría describir un poco la vida en la residencia. Estamos hablando de una rutina en la que te levantas, desayunas, comes, te acuestas… vuelta a empezar. Todo es gris, cada día es igual y no hay posibilidades de pensar en otra cosa. Es un mundo aparte con sus propios valores, sus propias normas, al margen de lo que has aprendido o de tu socialización. No tienes alternativa a lo que estás viviendo y pronto empiezas a utilizar mecanismos de defensa que te sirvan para sobrevivir en ese ambiente. Estamos hablando de unos horarios rígidos que no están adaptados a tus necesidades vitales, sino a las necesidades del personal y de la gestión y dirección del centro. Eso impide que puedas tener vida social, relaciones personales, fuera de ese entorno. Estamos hablando de acostarte a las ocho, a las nueve... de levantarte a una hora que no has elegido; no puedes organizar demasiadas actividades fuera del centro. Mis sentimientos
y mis recuerdos de ese ambiente van asociados a impotencia, abandono, mezquindad, vulnerabilidad, despersonalización, invasión de tu intimidad, color gris... todo eso es lo que se me agolpa en la cabeza al recordar esos tres años de institucionalización
            De todos esos sentimientos, me gustaría resaltar el de la invasión de tu privacidad e intimidad. Invasión de tu privacidad en el momento en el que tu historial médico y tus datos confidenciales están al alcance del personal; también cuando los espacios no están pensados para que la persona sea independiente (habitaciones compartidas, lavabos tan sólo separados por cortinas...). Esa agresión se vive mal y, a veces, la única posibilidad de superarlo es tratar a tu cuerpo como algo ajeno a ti. La mayor agresión, para mí, era no poder elegir quién me asistía y cómo me asistía. No podía negarme a que un hombre me asistiera, con todas las repercusiones que eso podía tener para la percepción de mi misma y de mi sexualidad. Que me manipularan manos ajenas, con las que yo no me sentía a gusto, hacía que disociara cuerpo y mente, si eso se puede hacer, para que el cuerpo pudiera convertirse en algo que dejaba de ser mío. Llegar a la despersonalización para poder aceptar una relación completamente fría, profesional, aséptica y para evitar cualquier tipo de ambigüedad. Tampoco controlaba mi propia imagen personal, no dependía de mí cuando me duchaban, ni cómo me vestían o me peinaban, lo que afectaba de forma directa a mi autoestima y a mi relación con los demás.
También me sentía agredida cuando un cuidador o cuidadora, que era así como se llamaban, trataba mi cuerpo de una manera que yo no aceptaba; o cometían conmigo alguna negligencia en la asistencia, y yo sabía que no tenía ningún mecanismo para defenderme. Se trata de una institución completamente jerárquica y corporativista, de manera que casi todos los trabajadores piensan parecido: es tu palabra contra la de la persona que ha cometido la negligencia, y si te vas a instancias superiores, inspección, acabas comprobando que, incluso llegando al último peldaño, no va a pasar nada, todo va a seguir igual, existe una impunidad absoluta. Eso hace que llegue un momento de negación, de parálisis, de no intentar cambiar las cosas porque eso puede ser peor, y de adaptarte al status quo, a lo establecido, cuanto antes mejor. Aceptas las reglas del juego que se te impone, y eso implica ceder incluso tu propia personalidad a lo que el otro espera de ti. Eso te hace sentir hipócrita; afecta a tu dignidad como persona y a la percepción que podías tener sobre ti misma.
Estuve internada en un par de residencias y al cabo de tres años tuve la suerte de acceder a un equipamiento residencial que inauguraban como prueba piloto en un barrio de Barcelona. Consistía en seis apartamentos cada uno compartido por dos personas, y con servicios comunes. La nueva etapa en los apartamentos tutelados cambió la calidad de vida que tenía hasta ese momento.

Nuria Gómez

Activista del Movimiento 
de Vida Independiente,
vocal  de SOLCOM

2 comentarios:

  1. Nuria, me alegro por ti, que haya cambiado tu vida para mejor.

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  2. Nuria me alegro que tu vida este mejorada, pena que las residencias solo miren su comodidad y que los instituciones no hagan su trabajo.

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