martes, 11 de septiembre de 2012

Lo malo de las instituciones





Publicamos este viejo artículo de una pionera de la diversidad funcional, porque se trata de un  testimonio inquietante de lo que significaba estar en una residencia en los años cincuenta. 
 

LO MALO DE LAS INSTITUCIONES
 Recuerdos de las edades oscuras

En la década de los años 1950, yo era una niña. Pasé dos años en un hospital de rehabilitación, después de haber pasado la poliomielitis. Las visitas de los padres escasas: eran de 14 a 16 horas, pero solamente los fines de semana. A mis hermanos sólo los podía ver a través de una ventana o si les dejaban venir a alguna excursión fuera del edificio. Una actitud autoritaria muy estricta era la que gobernaba en todas partes: era el espíritu de la época.
Tanto la terapia como los alimentos eran obligatorios y no había tolerancia para los bebés que lloraban. Ninguno de nosotros se quejó o se enfrento a las circunstancias en aquel momento. Ésta era la norma. Sin embargo, todavía ahora puedo recordar la sensación de calidez y seguridad a la hora de volver con mi familia; y la ansiedad y la confusión que me entraron cuando, más tarde, mis padres hablaron de una «hermosa casa para los niños como yo, al lado del mar».
Tuve la suerte de que yo sabía que aún «pertenecía» a mi familia, y no tenían intención de vernos de separados nuevo. Otros no tuvieron tanta suerte. Se criaron en las instituciones donde los padres no les podían visitar o no se sentían involucrados para hacerlo. Muchos adultos, que estuvieron encerrados en instituciones como estas durante su infancia o su adolescencia, comparten ahora unas historias diversas, que se caracterizan por ser desgarradoras y terribles.
    Ser arrancado a su familia (al parecer para siempre, aunque sin saber muy bien por qué), vivir separados en un edificio catalogado como «el Hospital de Niños» o «la Casa de los Incurables», haber visto una significativa alteración de los procedimientos médicos y quirúrgicos que se realizan sobre el cuerpo de una (sin una comprensión real, participación o ni tan siquiera consentimiento) o la incapacidad de tener una oportunidad real para aprender las habilidades de la vida comunitaria y desarrollar relaciones significativas en el mundo «real»,  es un golpe durísimo. Su impacto no puede ser realmente evaluado.
Durante los últimos treinta años, gracias a la rehabilitación profesional, me he visto involucrada en temas de institucionalización, tanto como participante en la facilitación de la colocación, como en la asistencia a las personas institucionalizadas con limitadas destrezas físicas o faltos de la experiencia necesaria para volver a la comunidad.
También he defendido, con otros miembros de la comunidad, la necesidad de establecer alternativas viables a la institucionalización de la comunidad, tales como puedan ser las unidades de apoyo, los servicios para la vida o los programas de divulgación. He sido también directora de Ontario,  un programa de financiación individualizada para la prestación del apoyo auxiliar.
Muchas veces, he oído contar en primera persona lo que sucede cuando la gente pierde su poder y autonomía personal dentro de las estructuras institucionales. He visto los rostros vacíos y sin esperanza de aquellos que viven dentro. Siendo una joven estudiante en el umbral de mi carrera, mi primer encuentro con la gestión institucional de las personas discapacitadas fue durante una visita a la Penitenciaría de Kingston para mujeres. Le siguieron, poco después, las visitas a la Red Regional, en Ottawa, y el Centro Regional de Huronia para «retrasados», en Orillia.
Me preocupó durante mucho tiempo la constatación de que los seres humanos tienen el poder sobre otros seres humanos, poder de guardarlos y controlar sus necesidades humanas básicas y también las libertades. La constatación de que muchos «presos» fueron, obviamente, inteligentes y capaces, pero estuvieron encerrados en cuerpos y sistemas que no permitan que sus habilidades sean expresados, me hizo enojar más, y con miedo. El espectáculo de cientos de seres humanos encerrados en las residencias, y en vano ávidos de atención individual fue una fuerte impresión, que se quedó conmigo.
Hay un recuerdo del siglo XX, una pequeña taza de porcelana color rosa, con bordes dorados, que representa un edificio y las palabras «Asilo Orillia». Este objeto lo dice todo. Había de buscar soluciones para hacer frente a todos los seres humanos enceraados, que no se ajustaban a la norma que empezó a regir en los siglos XIX y XX.
El tratamiento era básico y a menudo duro y cruel. Sólo la supervivencia del más apto era la clave de la existencia. Estos desajustes fueron la crónica que recogió bien la literatura. Charles Dickens, entre otros, escribió sobre la situación de los huérfanos y la Casa de los Pobres, en la que vivían trabajaban. Thomas Beer lo hizo sobre el tratamiento tras el destete a que eran sometidos los enfermos mentales. Otros se ocuparon de la deficiencia, de la que poco se sabía acerca de sus causas y las curas para las enfermedades físicas y mentales. Menos aún se sabía la dinámica de las relaciones humanas y de conducta, los efectos de poder sobre la personalidad, o la autoridad y el control inherente que se desprenden de la gestión institucional de las personas.
De hecho, ha sólo durante la última década que hemos llegado a comprender que la salud y el bienestar no estan relacionados con la ausencia de enfermedad o lesión, sino que lo están también, y centralmente,  para el control de la propia vida y las propias circunstancias.
Durante las últimas décadas, hemos adquirido una mayor comprensión de las limitaciones de la institucionalización. Irving Goffman, en Los asilos (1961), describe las instituciones como «un lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos se encuentran aislados de la sociedad en general y durante un período considerable de tiempo, y llevan una vida cerrada, que formalmente roza la privación de libertad decretada por los tribunales».
Algunos podrían argumentar que la institucionalización por sí misma no es del todo mala. De hecho, en consonancia con los tiempos, se han hecho esfuerzos para involucrar a los residentes en filosofías y los consejos de residentes «centrados en el paciente». Los partidarios de esto argumentan que agruparse viviendo bajo la supervisión y la gestión de los demás es la elección del residente (y a veces, la única solución aparente para aquellos que no pueden manejar sus propios apoyos y servicios). La intención benéfica de las instituciones es, dicen, proporcionar un entorno seguro y protegido por un gran número de personas con necesidades similares, bajo un costo eficiente y con responsabilidad fiscal.
Este entorno puede ser apropiado para aquellos que no quieren o no pueden participar en la sociedad, por razones de enfermedad o discapacidad. Sin embargo, como ambiente estructurado y restrictivo, crea barreras insalvables para las personas que sienten necesidades para vivir en libertad, así como aquellos que aspiran a participar en la sociedad y enfrentar los retos y metas inherentes a la consecución de la vida, y que aspira a satisfacer las ambiciones sociales, educativas y vocacionales.
Las estructuras institucionales suponen una tensión constante y dinámica entre los procedimientos de la autonomía individual y el sistema de poder. Este suele ser resistentes al cambio y hay que tomar necesariamente en cuenta los costes y la eficiencia del procedimiento. Generalmente es más fácil (y barato) dar servicio a alguien que está postrado en la cama y no responde (y que, por lo tanto, no exige nada) en vez de hacerlo a alguien que tiene como exigencia la de levantarse y vestirse cada día y que tiene expectativas respecto a la elección de la ropa, la flexibilidad de horario y personales autonomía.
Estas fueron las situaciones imposibles de muchas personas discapacitadas en la década de 1960, que unieron sus fuerzas con las de su familia y amigos, para buscar soluciones de apoyo de vida de la comunidad, a fin de lograr una calidad de vida personal, que estuviera más cerca de lo normal. Estos fueron los comienzos de las iniciativas de promoción hacia la desinstitucionalización.






Audrey King,
escritora, oradora
y abogado en temas de discapacidad
Utiliza respirador, silla de ruedas eléctrica
y asistencia personal desde 1952 (Canadá)


Publicación original: http://www.independentliving.org/column/king8_00.html, otoño 2000
Versión castellana de Humillados y Ofendidos (Diversidad Funcional)

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