El texto que se publica a continuación es el tercero de
Josep Torrell –después de «Una experiencia de vivir en residencias» (Carrer nº 111, abril 2009) y «Luchar por
lo evidente» (El viejo topo nº 290,
febrero 2012)— ha dedicado a las residencias, en las que él mismo está
condenado a vivir.
Al igual
que «Luchar por lo evidente», esta artículo forma parte del ejercicio de la
libertad de expresión de un grupo de residentes de un servicio residencial
ubicado en Barcelona, mediante el cual intentan arrojar luz respecto a los
fallos evidentes de su residencia, pero también mostrar que la forma
residencial no es muy respetuosa con los ingresados y que es preciso ir en otra
dirección.—Redacción.
Dibujo de Diana Zulueta
DIEZ NORMAS
ELEMENTALES
PARA LA DIRECCIÓN
DE UN SERVICIO RESIDENCIAL
o
Cuestiones preliminares
y conflicto colectivo
El sistema de los servicios residenciales –que sólo tiene
treinta y cinco años de antigüedad, contando los centros pioneros— está en una
profunda crisis, creada, en parte, por los nuevos problemas que plantea la
propia evolución de las enfermedades y la situación de la sociedad, que ni se
ha planteado qué hacer con ello.
La crisis
afecta por igual el modelo en su conjunto, y por lo tanto, también a los
profesionales que viven de él. Toda la estructura y la concepción de los
servicios residenciales deben ser cuestionadas y modificadas en profundidad. Esto
implica asimismo cuestionar lo que se exige de los profesionales involucrados
en los servicios residenciales, en particular los destinados a la dirección.
Para que el sistema de residencias sea
mínimamente democrático ha de tener en cuenta una serie de normas elementales, que
se esbozan a continuación, y que normalmente no se aplican.
Hacer memoria de
cosas simples
1.—Cuestiones
preliminares
Primero.— Un director o directora debe
luchar continuadamente contra cualquier atisbo de paternalismo. El paternalismo
que aparece en los otros pero también el que inevitablemente aparece en él mismo.
Paternalismo es aceptar que los dirigidos
deben sumisión a los dictados de los dirigentes, por encima de la ley y el
ordenamiento jurídico. Es aceptar que nos dividimos en dirigentes y dirigidos
–o entre personal de la residencia y simples residentes— y que ésta es una
división esencial (en vez de una
división puramente casual).
El paternalismo es la principal violación contra los derechos
universales de la persona inflingida a las personas con diversidad funcional. Es
también la que suele estar en el origen de las demás violaciones y
arbitrariedades que suelen sufrir las personas con discapacidad (psíquica o
mental), o ancianos y ancianas.
Paternalismo es la privación de derechos
a los residentes cuando estos derechos afectan a la supremacía de los
dirigentes: es decir, siempre. Es creer que en función del cargo que ostentan
(que no han hecho mucho por ganarlo, que puede ser el de director técnico o el
de simple cuidador) el personal del centro es investido de la
anticonstitucional capacidad de cohibir el ejercicio de los derechos de los
residentes.
Paternalismo es equiparar a los
ciudadanos del sistema residencial público, privado o concertado, en ciudadanos
sin plenos derechos, como los de las cárceles y prisiones, pero sin haber
pasado por un juicio y sin haber sido excluidos por derecho de sus derechos.
Paternalismo es aceptar que los derechos
de los residentes sean vulnerados impunemente, sin que a nadie le importe
demasiado.
Paternalismo es también la ideología que
sustentó a muchos de los antiguos pioneros que crearon los primeros centros de
asistencia a personas con diversidad funcional: todo para el discapacitado,
pero sin el discapacitado. En este sentido, es un peligro latente en nuestro
sistema residencial y, por ello, ha de ser visto como una violación fundamental
de los derechos universales de la persona.
Segundo.—El director o directora tiene como
función primordial y básica que los residentes que están bajo su tutela sean
tratados con libertad, justicia e igualdad, con arreglo a la Constitución, y,
en la medida de sus posibilidades, pueda garantizárseles una vida
independiente. El director o directora está obligado, por la ley fundamental, a
promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del
individuo sean efectivas y reales.
Por lo tanto, y en todo momento, es un deber
básico del director o directora hacer saber a sus residentes que tienen
derechos irrenunciables, empujar a todos a luchar por el pleno reconocimiento
de la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y
el libre desarrollo de la personalidad, incitarles a no renunciar a su
cumplimiento y favorecer el reconocimiento de que hay también derechos de los
demás, que deben ser respetado asimismo.
Sólo así se podrá favorecer el clima de
convivencia que se dice ha de reinar en los sistemas residenciales, y que, de
común, brilla por su ausencia.
No hacer esto presupone un acto de autoindulgencia
inaceptable, un error gravísimo, y permite que el centro bajo su tutela se
deslice hacia la arbitrariedad y el abuso de poder.
No considerar el cumplimiento de los derechos y
libertades un deber primordial es el
reconocimiento de la propia imposibilidad de cumplir las tareas que le competen
a un director o directora; es decir, el tácito reconocimiento de la
necesidad de dimitir por no ser esa la persona adecuada para el cargo que
ostenta.
Tercero.—
El director o directora tienen la necesidad de ponerse en el lugar del otro
para comprenderle, sino quieren convertirse en un ser odioso y temible. Tienen
la necesidad (y la conveniencia, para evitar muchos equívocos) de comprender
las necesidades, las preferencias, los hábitos, las ausencias, y las historias
(médica, psicológica y, en general, las de quién fue en el mundo cada
paciente).
En particular, el director y directora deben ser
muy cuidadosos con las prendas de vestir y con la dotación y decoración de la
habitación en la que han de vivir los y las residentes.
Todavía predominan en las residencias las
habitaciones compartidas, que es urgente erradicar rápidamente (salvo casos
especiales).
Lo que hay en la habitación del residente es
responsabilidad del propio paciente, y
nadie tiene competencias para quitar ni para añadir nada.
Éste ha sido, es y será uno de las puntos fuertes
dónde se ha visto, se ve y se seguirá viendo la falta de respeto y la presencia
del abuso de poder en el seno de las residencias.
No plegarse a estas necesidades y preferencias
puede ser nefasta para los y las residentes, destrozando su forma de vida y
alterando las actividades con que dotan de sentido a sus vidas, afectando las
iniciativas que han elegido realizar y que les suponen momentos creativos.
Si ello ocurre es necesario pedir
responsabilidades a las instancias oportunas de bienestar social, porque
coartan el que «las
condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo sean efectivas y
reales», que
reconoce la carta magna.
Cuarto.—
El director o directora ha de ser muy cuidadoso hacia la atención que presta su
centro. Hoy por hoy, las prestaciones a todos los niveles son muy deficitarias.
Entre los profesionales del sector circula un dicho: «a mayor gravedad de las
enfermedades a tratar, menor es la necesidad de personal cualificado». Es como si
se aceptara que a mayor gravedad, cualquiera
puede hacerse cargo. Por esta regla de tres, en los centros residenciales
mercantiles o de iniciativa social hay mucho personal que no tiene estudios –ni
generales ni específicos— que les capaciten para las funciones que realizan.
Un director o directora habría de poner freno a
esta tendencia, incrementar en la medida de lo posible la contratación de
personal adecuado y un control de la calidad de las plantillas del centro.
Quinto.—Un director o directora debe
tener muy en cuenta el poder del que dispone, que en la mayoría de casos es
casi total. La propia situación de práctica ausencia de directivas al respecto
abunda en este sentido. En la realidad, nadie le pone límites; quién ha de
ponérselos es la propia consciencia del deber y la profesionalidad.
Para ver lo
omnipresente que es su presencia sólo hay que repasar el conjunto de temas
sobre los que pueden ejercer su poder: horas de levantarse y acostarse; horas
de estancia de los y las residentes en su propia habitación (sic); horas de desayuno, comida y cena; los
menús de cada residente; el numero de trozos de pan que se autoriza a comer a
cada residente (sic); la prohibición
de los intercambios de comida (sic);
horarios para el baño; discrecionalidad absoluta en la concesión de permisos
para que se le guarde la comida; arbitrariedad para entrar en las habitaciones
(estén o no en su interior los residentes); capacidad de decidir lo que el
residente pueda tener o no; etcétera.
Esto provoca en los residentes –sobre
todo entre aquellos que no saben qué significa tener derechos— reacciones
enfermizas típicas, pero a la vez mal diagnosticadas: por ejemplo, los «dolores
en el pecho» que ellos se imaginan puede ser una anomalía (cancerigena, por
supuesto), que se traduce sin ninguna dificultad en un diagnóstico bastante
certero por una situación de creciente angustia.
La cuestión es que tales situaciones de
angustia estallan después (o durante) de un enfrentamiento con la dirección del
centro con el paciente, en el que este no tiene la capacidad de decir no.
Es común oír a estos residentes que están
mejor en el hospital para enfermos mentales que no en la residencia. Algo que
es insólito para la comprensión para quien no haya vivido bajo los dictados de
un director o directora, pero que es
rigurosamente cierto en muchas residencias actuales.
Cuando el poder de un director o
directora constituye la causa de la enfermedad de sus pacientes, el sistema por
entero debería ser revisado (y el sistema de salud debería tener los medios
para impedir que ese director siguiese cometiendo sus desmanes).
El director o directora ha de ser
consciente del mal que puede causar –incluso involuntariamente: por ejemplo,
los fantasmas personales de los residentes— y ser muy conscientes que de no ser
especialmente cuidadosos en este aspecto, que podría ser motivo de cese en una
sociedad realmente democrática.
Sexto.—Un director o una directora no
pueden tener enemigos entre los residentes (ni entre sus subordinados: personal
sanitario, cocina y limpieza). A veces sólo hace falta ver, con el cambio de
dirección, la práctica desaparición del personal contratado anteriormente para
saber que se ha cometido un error gravísimo al elegir el nuevo director o
directora.
Un director
o directora no puede tener enemigos, porque su propia condición de persona
íntegra, ha de situarle por encima de este tipo de rencillas. No puede tener enemigos
porque se lo impiden sus conocimientos de la naturaleza humana, el relativismo
que la psicología imprime a sus juicios, y la consciencia de que la mayoría de
residentes son, en último instancia, enfermos o gente que ha de vivir con
serias discapacidades en todos los sentidos.
Cuando alguien se enfrenta armado con un
pretendidamente infalible «ordeno y mando» a un colectivo de discapacitados da
congoja y se encienden todas las luces rojas alertando que algo está pasando.
Cuando un
director o directora cae en los enfrentamientos personales y en las
enemistades, algo propio de su función ha sido violado y el clima de su
residencia ha sido ya emponzoñado.
Se imponen unas vacaciones, el cambio de
puesto o incluso la carta de despido (si el enfrentamiento ha vulnerado ya los
derechos o la integridad del residente). Muchas profesiones están sometidas a
presión –y el director o directora de residencia son claramente un factor de
riesgo innegable— y debería estar prevista su suspensión momentánea del
trabajo. El problema es que las pequeñas residencias privadas o «sin ánimo de
lucro» no están dispuestas a dar este trato a los propios asalariados: los
problemas sindicales no están tan lejos como parecen de la dirección de
residencias.
Detengámonos.
La razón es
muy simple: puede parecer una exageración o, directamente, una mentira lo que
sustenta este análisis. Desgraciadamente, no lo es. Hay un mecanismo que arroja
a quienes lo tienen a la enemistad y al odio: es el miedo.
El miedo a fracasar, el miedo a la
incompetencia, el miedo al saberse en un cargo para el cual no tiene ninguna experiencia.
Las reacciones ante el miedo que atenaza son de distinto tipo. Una puede ser
multiplicar las horas en el trabajo (pero, casualmente, en labores de dirección
pero que nada tienen que ver con las asuntos relacionados con los usuarios).
La otra es lisa y llanamente la mentira.
Pero mentir es una espiral: se miente a los residentes –hasta límites difíciles
de creer—, después se ve forzado a mantener la cara delante de sus propios
subordinados, y llega un punto en que se finge creerle, aunque ya nadie le crea
realmente. El problema es que pueden entrar en este maléfico juego la junta
rectora y hasta el Departamento de Bienestar Social.
Es difícil argumentar contra la mentira:
se puede mentir para tapar que se es una persona mentirosa. Pero cabe defender
el propio punto de vista moral, se decir con Antonio Gramsci que «la verdad es
revolucionaria»: que «decir la verdad es una necesidad en la política de masas»,
entendiendo como tal toda voz que aspira a convencer a más y hacer realidad
aquello que se propone. …también en un modesto papel sobre lo que va mal en las
residencias.
2.—Conflictos
colectivos
Séptimo.—El director o la directora han
de evitar los enfrentamientos por cosas nimias. Porque las cosas nimias se
clavan como dagas en el interior de los residentes.
Quizás un residente haya conseguido
tumbar la política de la residencia en un punto (por ejemplo, en la imposición
del menú de régimen). Y quizás la dirección esperaba mortificarle,
escondiéndole la carta. Pero una vez el residente posee la carta sólo cabe
acatarla.
No hacerlo –o buscar vías para no
hacerlo— significaba magnificar el asunto, y que la dirección se mostrara ante
los residentes como lo que sustancialmente es: un perfecto «incompetente», como
le puede gritar el propio residente.
El director
o la directora han de saber que una cosa sin importancia puede crecer y
sobredimensionarse si no se va con cuidado. Que eso es una mortificación al
residente que hay que evitar. Que es tarea de la dirección abortarlo y suavizar
sus consecuencias, antes de que se enquiste y devenga una ofensa que los
residentes van a recordar permanentemente.
Octavo.— El lugar clave donde se mide
la propia valía de una dirección es, sin duda, en la actitud –y en la capacidad
para resolver con pleno respeto de los derechos de los residentes— ante un
conflicto colectivo planteado por diez personas (suma más que importante). La
autoorganización de los propios residentes tiene en sí algo de inusual, y es algo tan portentoso como valeroso.
Por lo demás, para la dirección, es una sorpresa absoluta.
Una dirección sensata detectaría de
inmediato la señal de peligro, que afectaba a toda la política realizada por
ella. Y entablaría inmediatamente conversaciones sobre qué es lo que no va
bien. No suele ser así, desgraciadamente.
El miedo y
el nerviosismo se anteponen a cualquier consideración racional. La consigna que
se impone es básicamente decir: las protestas, una a una. La razón colectiva,
quintaesencia del ordenamiento democrático, se ve así menospreciada y
arrinconado por parte de gente que son
miembros de un servicio concertado.
Como casi siempre, la represión toma el
mando: entrevistas con gritos, amenazas, mentiras, intentos de que algunos se
desdijeran del escrito que habían firmado, etcétera. El Servicio de Inspección
de Bienestar Social –ante la delicada situación de una residencia, en fase de
transición para incluir también una residencia subvencionada— puede desentenderse
del asunto: una contestación en pocas líneas sin fundamento jurídicas, para
hundir en la nada las esperanzas de los que protestaban… pero para reaparecer
como un grito desesperado, protagonizado por quienes no habían querido
participar en la protesta colectiva, pero con idénticas motivaciones («Hitler
de la residencia», «incompetencia», etcétera).
Cuando un
director o directora deja que un conflicto interno de más de una persona contra
la reglas de dirección traspase las fronteras de la dirección e interese –o deba interesar— a las inspección de
Bienestar o a los juzgados, no cabe duda que el funcionamiento de la residencia
es totalmente anómalo y merece ser investigado, con independencia de lo que hayan denunciado los residentes.
Noveno.—Lo más grave de este asunto,
sin embargo, es la actitud ante los subordinados. En vez de guardarse la
denuncia y reflexionar sobre lo que expresaba el sentir de los residentes, el
director o la directora suelen ir entre el personal, enseñándola y pidiendo el
tácito acuerdo de repulsa.
El problema es que, así, se creaba un
acuerdo no escrito entre dirección y personal, predisponiendo a éste contra una
parte de los enfermos de la residencia. Quienes más han sufrido esto son
quienes están más desvalidos para hacer valer sus derechos.
Por lo demás, cuando –como en el caso de
una dirección denunciada— se vive en el miedo y en la inseguridad, se necesitan
respaldos, y los apoyos hay que pagarlos.
Con esto, se extiende una impunidad –tácitamente querida por la dirección— que
afecta a todo el personal subalterno (con las excepciones de rigor). No hay que
olvidar nunca que sólo precisa impunidad quién viola el derecho ajeno. Así, la
política de la dirección tiene como seguidores literalmente una estela de
subalternos que son candidatos al despido por causas justificadas.
Décimo.—El director o la directora son responsables
también de todo aquello que no hacen ellos, pero dejan que inevitablemente
suceda. Aquí cabe citar un tema muy delicado, que es el de robo y hurtos continuados
que sufren los residentes.
Es delicado porque la desmemoria y la
idiosincrasia de los propios residentes –y la naturaleza misma del delito, al
no saber quién ha sido exactamente el responsable— difuminan su importancia.
Pero es evidente que se produce un aumento de hurtos a los residentes (dinero,
mercancías susceptibles de transformarse en dinero, cosas útiles como los
paraguas, o cosas curiosas, etcétera). Tales hurtos se convierten en verdaderos
robos (cuantías importantes de dinero, rondando entre los 50 o los 100 euros)
cuando las víctimas de los mismos son a la vez los residentes menos protegidos:
alguien con demencia senil, extranjeros que no hablan castellano, etcétera.
La dirección paga también aquí su apoyo:
en la residencia no hay robos, dice, aunque sean evidentes. Y aún es mucho más
evidente el malestar de los pacientes que los han sufrido.
Se produce así una doble versión: la
imagen oficial según la cual en la residencia no hay robos, y la imagen real
para todos los residentes de que en la residencia se roba y, lo que es peor, la
dirección lo niega.
Un director o directora debería tener
presente que el más mínimo hurto es una lacra imperdonable y que es preciso poner
todos sus esfuerzos para descubrir al culpable y despedirle expeditivamente.
* * *
Si un director o directora tuviera en
cuenta estas cuestiones mínimas –y las tuviera en cuenta siempre y en todo momento— la vida en las residencias sería algo
más agradable de lo que es para quienes tienen la desgracia de vivir en ellas,
y la convivencia entre residentes algo más que una palabra huera.
Barcelona, 1 de febrero de 2012
Josep Torrell
Edición original: mientras-tanto.es, número 102, mayo 2012
Reproducido: El viejo topo – otros textos, 3-V-2012